Caminábamos Tino, mis hijos y yo por el campo, desde Villaturiel y con dirección al río (Porma). Atardecía, y la combinación de las nubes abigarradas y los anaranjados colores hacían del cielo un espectáculo fascinante. Así que me dirigí a Brunito:
– Mira el cielo, Brunito. ¿Has visto esas nubes rojizas?
– ¿Y por qué están rojizas?
– Porque está atardeciendo.
– ¿Y por qué está atardeciendo?
– Eso ya lo sabes, Bruno: la tierra gira, y conforme lo hace el sol incide con un ángulo distinto y…
– ¿Y por qué se ven rojas?
– Y bueno: hace que se vean hermosas.
– ¿Y por qué se ven hermosas?
– Pues porque nos gustan. Que se vean hermosas significa que nos gustan.
– ¿Y por qué nos gustan?
Llegados a este punto ya no pude contestarle. Asimilé su pregunta como mía: ¿por qué nos gusta el cielo del atardecer? ¿Por qué nos gustan los atardeceres? ¿Por qué los amaneceres?
– No lo sé, Bruno. Realmente no lo sé.
Qué hermosas preguntas hacen los niños. Son potentes, al carecer del recato debido a las formas y los prejuicios. Mejores retos que contestar a los niños a satisfacción, pocos conozco.
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